La aldea de Langtang, en lo profundo de las montañas del Himalaya, estaba cubierta por un manto de nieve eterna. En una casa de piedra, protegida del viento feroz, vivía una familia humilde: Tenzing, su esposa Lhamo y su fiel compañero, un imponente Mastín Tibetano llamado Sangye. Con su pelaje espeso y negro con destellos dorados, Sangye era más que un perro; era un guardián, un espíritu antiguo nacido para proteger.
Desde que Lhamo quedó embarazada, Sangye comenzó a comportarse de una manera inusual. No se apartaba de su lado ni de día ni de noche. Se tumbaba junto a ella, apoyando su gran cabeza sobre su vientre creciente, como si escuchara algo que los humanos no podían percibir. Sus ojos dorados reflejaban una sabiduría ancestral, como si comprendiera que dentro de Lhamo latía una nueva vida que debía resguardar.
A medida que avanzaban los meses, Tenzing empezó a notar que Sangye se volvía más alerta. Ya no dormía profundamente, sino que descansaba con las orejas atentas a cualquier sonido. Cuando algún viajero o comerciante pasaba cerca de la casa, el mastín se interponía entre ellos y Lhamo, su imponente cuerpo bloqueando el camino. Incluso los lobos, que solían rondar los alrededores, parecían evitar la zona donde vivía la familia.
La noche del nacimiento llegó en medio de una tormenta. La nieve caía con furia y el viento aullaba entre las rocas. Lhamo, con dolores intensos, se aferraba a la mano de Tenzing mientras Sangye permanecía inmóvil en la entrada de la casa, como un monje en oración. De repente, un sonido extraño resonó en la distancia. Un aullido largo y profundo. Sangye se puso de pie, su lomo erizado, sus colmillos brillando en la penumbra.
—¿Qué sucede? —preguntó Tenzing con preocupación.
Sangye emitió un gruñido bajo, un sonido que parecía surgir de la misma tierra. Lhamo gritó, y en ese mismo instante, la puerta de la casa se sacudió violentamente. Alguien o algo estaba allí afuera.
Con una velocidad sorprendente para su tamaño, Sangye saltó hacia la puerta y lanzó un rugido que hizo temblar hasta los cimientos de la casa. Al otro lado, se escuchó un gruñido más bajo, seguido de pisadas alejándose en la nieve. Solo entonces el mastín regresó junto a Lhamo, apoyando su hocico en su vientre por última vez antes de que el llanto de un recién nacido llenara la habitación.
Había nacido un niño: un varón fuerte y sano. Lo llamaron Norbu, que significaba ‘joya’. Sangye lamió su diminuto rostro con una ternura que contrastaba con su fiereza. Desde ese momento, su misión quedó sellada: protegería a Norbu con su vida.
Los años pasaron, y la relación entre Norbu y Sangye se volvió inquebrantable. Cuando el niño aprendió a caminar, su primera exploración del mundo fue aferrado al grueso pelaje del mastín. Cuando jugaba en la nieve, Sangye siempre estaba cerca, vigilando cada paso. En las noches frías, el mastín dormía junto a la cuna del niño, su cuerpo actuando como un muro contra el frío y los peligros del exterior.
Una tarde, cuando Norbu tenía apenas tres años, un grupo de bandidos descendió de las montañas. Eran forasteros, rostros desconocidos que acechaban la aldea en busca de comida y riquezas. La casa de Tenzing no era un objetivo obvio, pero uno de los bandidos vio a Lhamo en el mercado y la siguió hasta su hogar.
Esa noche, mientras la familia dormía, Sangye despertó de inmediato. Un crujido en la nieve lo puso en alerta. Se deslizó fuera de la casa, su silueta imponente apenas visible bajo la luna. Sus ojos brillaban con una determinación salvaje.

Un hombre se acercaba a la casa, un cuchillo en la mano. Sangye esperó hasta que estuvo lo suficientemente cerca y luego saltó con una rapidez que no le dio oportunidad de reaccionar. Un grito desgarró la noche, y en cuestión de segundos, los demás bandidos huyeron, dejando a su compañero tendido en la nieve, inmovilizado por el mastín.
Desde aquella noche, la historia de Sangye se convirtió en leyenda en la aldea. Nadie osaba acercarse con malas intenciones, porque sabían que en aquella casa vivía un guardián que no conocía el miedo.
Cuando Norbu cumplió diez años, Sangye ya era viejo. Su hocico estaba moteado de gris y sus movimientos eran más lentos, pero su corazón seguía latiendo con el mismo propósito: proteger. Un día, mientras Norbu acariciaba su cabeza, el mastín apoyó su gran pata sobre la del niño, como si quisiera decirle algo. Luego, suspiró profundamente y cerró los ojos para siempre.
Norbu lloró sobre su lomo, entendiendo que había perdido a su más fiel amigo. Pero en su corazón, sabía que Sangye nunca se iría del todo. En cada sombra de la montaña, en cada brisa helada, en cada latido de su propio pecho, el espíritu del mastín viviría para siempre, protegiéndolo, tal como lo había hecho desde antes de que él naciera.
Así fue como Sangye, el Guardián de Norbu, pasó de ser un perro a convertirse en una leyenda inmortal.