Amanecía en el tranquilo vecindario donde Pedro y Clara habían pasado la mayor parte de sus vidas juntos. La rutina de los días, lejos de resultar tediosa, había adquirido una belleza serena con los años. A sus ochenta y tantos, esta pareja encontraba alegría en las pequeñas cosas: los rayos del sol que entraban por las cortinas entreabiertas, el olor del café recién hecho, y, por supuesto, el característico bufido matutino de Lola, su pug de nueve años, quien ya era un miembro inseparable de la familia.
Lola era una perra con mucho carácter. Su hocico aplastado y grandes ojos expresivos le daban un aire casi humano. Aunque nunca había sido una gran amante del ejercicio, Lola tenía una opinión firme sobre cómo debía comenzar el día: primero, un desayuno cuidadosamente preparado por Clara, y después, una caminata de exactamente quince minutos. Ni un segundo más.
—Es como un reloj suizo —decía Pedro mientras veía a Lola plantarse en el suelo a mitad del camino, inmóvil, si intentaban prolongar la caminata más de lo acordado.
Clara reía y le acariciaba las orejas.
—Quizá solo nos quiere recordar que debemos respetar los límites. Tiene más sabiduría que nosotros.

La mañana era el momento favorito de Lola. Salía al jardín, olfateaba las flores como si estuviera catalogándolas mentalmente, y luego se tumbaba al sol, con una expresión de satisfacción que Pedro envidiaba.
Un sábado cualquiera, mientras tomaban café y escuchaban música clásica —Pedro adoraba las óperas y Clara siempre había disfrutado de los valses—, Pedro tuvo una idea que rompió ligeramente con su rutina habitual.
—Clara, ¿te acuerdas de aquel parque que visitamos hace unos años? Ese que estaba junto al lago. Creo que a Lola le encantaría. Podríamos llevar un picnic.
Clara lo miró sorprendida. Hacía tiempo que no organizaban una salida de ese tipo.
—¿Un picnic? ¡Eso suena maravilloso! Pero tendremos que planearlo bien. Lola es… exigente con su comodidad.
Ambos rieron. Sabían que Lola podía ser un poco diva. Necesitaría su almohadón favorito, agua fresca y, por supuesto, sus croquetas especiales.
El día de la excursión, Pedro cargó la vieja canasta de picnic, mientras Clara preparaba unos bocadillos. Lola los observaba con una mezcla de curiosidad y escepticismo desde su lugar junto a la ventana. Cuando finalmente le pusieron su arnesito y la invitaron a subir al coche, supo que algo emocionante estaba por suceder.
El parque era tan hermoso como lo recordaban. Grandes árboles proporcionaban sombra y un suave aroma a pino impregnaba el aire. Pedro encontró un lugar perfecto cerca del lago. Clara extendió una manta y colocó los bocadillos, mientras Lola exploraba a su alrededor con renovado entusiasmo.
—Mira cómo se mueve, ¡parece una cachorra otra vez! —comentó Pedro, viendo a Lola dar vueltas con su peculiar paso renqueante.
Clara asentía con una sonrisa.
—Es como si supiera que esto es especial. Creo que le gusta tanto como a nosotros.
Mientras disfrutaban de la comida, Pedro y Clara comenzaron a recordar viejas anécdotas. Hablaron de los viajes que habían hecho cuando eran jóvenes, de cómo se conocieron en una fiesta de amigos y de cómo, a pesar de las dificultades, siempre habían encontrado formas de ser felices juntos.
—Y luego llegó Lola —dijo Clara, mirando con ternura a la pug, que ahora estaba acurrucada junto a ellos, disfrutando de la brisa.
—La verdad, nunca imaginé que un perro pudiera cambiar tanto nuestras vidas —admitió Pedro.
—Ni yo. Pero ella tiene algo especial, algo… ¿cómo decirlo? Nos recuerda lo importante que es vivir el presente.
El día pasó con rapidez, y antes de darse cuenta, el sol comenzó a ocultarse tras las colinas. Pedro guardó las sobras del picnic, Clara recogía la manta, y Lola, ya cansada, los observaba desde su almohadón con una expresión de satisfacción que solo podía describirse como un “lo lograron bien hoy”.
En el camino de vuelta a casa, Pedro y Clara hablaban sobre cómo había cambiado su vida con los años. Si bien sus cuerpos ya no eran los mismos y los achaques a veces complicaban las cosas, sentían que habían encontrado un equilibrio entre la nostalgia del pasado y la alegría del presente.
—¿Sabes, Clara? Creo que este ha sido uno de los mejores días que hemos tenido en mucho tiempo.
—Tienes razón, Pedro. A veces olvidamos lo fácil que es ser felices con cosas simples. Deberíamos hacerlo más seguido.
Lola bufó suavemente desde su asiento trasero, como si estuviera de acuerdo. Los tres llegaron a casa exhaustos, pero contentos.
Esa noche, mientras Clara le daba a Lola un masaje en su lomo —un ritual nocturno que la pug disfrutaba casi tanto como comer—, Pedro sacó un álbum de fotos antiguo. Se sentaron juntos en el sofá, pasando las páginas y recordando momentos de su juventud, mientras Lola roncaba a sus pies.
—Mira esto, Clara. ¡Es de cuando construimos la primera incubadora! ¿Recuerdas cuánto trabajo nos dio?
—¡Cómo olvidarlo! Fue una locura, pero valió la pena. Siempre fuiste un hombre ingenioso, Pedro.
—Y tú siempre has sido mi gran compañera. No habría podido hacer nada sin ti.
Se tomaron de las manos y permanecieron así por un rato, disfrutando de la calma de la noche. A pesar de los años, seguían sintiendo un amor profundo y sincero el uno por el otro, algo que se reflejaba en cada gesto y palabra.
Al día siguiente, la rutina continuó, pero con un nuevo aire de energía. Pedro y Clara decidieron hacer de las pequeñas aventuras una parte regular de sus vidas. Ya fuera un paseo por un parque diferente, cocinar juntos una nueva receta o simplemente pasar la tarde escuchando música, cada momento era una oportunidad para crear nuevos recuerdos.
Lola, por supuesto, seguía siendo el centro de su mundo. Su carácter obstinado y sus excentricidades los mantenían entretenidos y llenos de cariño. Aunque no sabían cuántos años más tendrían juntos, Pedro y Clara estaban decididos a hacer que cada día contara, disfrutando de la compañía del otro y de su querida pug.
Y así, entre cafés, paseos y tardes de música, esta pareja demostraba que la felicidad no estaba en las cosas grandes o complicadas, sino en esos pequeños momentos compartidos que llenaban sus corazones de paz y alegría.